Acúsalo con tu mamá Kiko*
El Chavo del Ocho como invención post-colonialista made in Mexico
“Le dí una buena propina cuando terminó de lustrar mis zapatos. Eso hizo que acudiera a sus ojos un brillo que antes había estado ausente, y que se pusiera a bailotear al tiempo que exclamaba: ¡Con esto me puedo comprar una torta de jamón… dos… o tres…”.
Roberto Gómez Bolaños en “El Diario del Chavo del Ocho”, 2005
Mi generación no sólo tiene “memoria televisiva”: está fundada en torno a ella.
Si mis padres construyeron su personalidad jugando en la calle (y en menor medida gracias a la radio, historietas o funciones de matiné) y si -ahora mismo- mis primos chicos lo hacen bajo la “convergencia digital”, nuestro universo simbólico fue infectado en un 85% por los personajes y nudos argumentales de Robotech, Transformers, Los Pitufos, He-Man, Thundercats; los cartoons de Hannah Barbera y Looney Tunes; algo de japoanimación procesada por U.S.A, y, por supuesto, la factoría Disney.
Quienes tuvimos permiso para quedarnos despiertos hasta después de los espantosos noticiarios de TVN y UC-TV -la mayoría, supongo- podemos sumar a la lista Baretta, Los Dukes de Hazzard, El Auto Fantástico, La Isla de la Fantasía o, incluso, El Show de Benny Hill.
Ningún exceso podía ser tan inocente, claro.
Aquella Mentalidad Televisiva Ochentera (desde ahora M.T.O.) irradiada por la parrilla programática de ambos canales -los únicos que había en Talcahuano, mi ciudad natal, por lo demás- funcionaría como estupenda introducción al capitalismo tardío. O post-capitalismo.
Sí, porque en ese extraño mundo televisivo pre-Simpsons y pre-cable, la producción animada y serial venida desde Estados Unidos, doblada en México y transmitida entre 1983 y 1989 fue una especie de “iniciación moral” que dejó resonancias en el cerebro, imposibles de comprobar, hasta donde yo sepa, pero no por eso imperceptibles.
Tanto en el barrio como en el colegio, nuestro juego clásico era “imitar” el último capítulo de alguna serie.
Tal como en el fútbol la imposición de roles era arbitraria (los capitanes se autonombraban y todos parecían están de acuerdo), en esta repartija de personajes para posteriormente reproducirlos se producía algo perverso: por una parte uno quería encarnar al líder de la serie o, al menos, el secundario heroico, pero sentía que no era digno.
Ahí emergía, en todo su horror, el temor a la no-validación de los compañeritos.
Es decir, yo “quería” ser Optimus Prime, pero “suponía” que el resto no me asignaría ese rol.
Además, ya “reconocía”, a través de la constante reproducción del juego, que ese tipo de papeles siempre los asumía el que había terminado siendo líder del grupo de referencia infantil, por cierta mezcla de autoritarismo, simpatía y buen desempeño a nivel de notas.
Lo que en el resto era lo “natural”, a mí me frustraba.
Honestamnte, ¿quien se pelearía por ser Bumblubee si estaba la posibilidad de vivir dentro del rol de Optimus?.
Porque, irradiados por esta programación, no sólo queríamos contemplar a sus personajes, sino también vivir a través de ellos, su realidad. Un mundo que, en nuestra fantasía infantil, podía ser real y mucho más estimulante y épica que nuestras pobres vidas convencionales.
Y había dos modos básicos para hacerlo: “reproducir” sus capítulos, como explicamos anteiormente o “comprar “los personajes para “reproducirlos” en la casa.
Así, terminamos aceptando la dinámica moral: la obediencia ciega de los Autobots a Optimus Prime; el goce visual de los cuerpos despedazándose durante las invasiones Zentraedis a la Macross o el represivo homoerotismo de He-Man. Mitologías televisivas que nunca nos dejaban satisfechos, que nunca terminaban de cerrarse y, por eso mismo, empezábamos a comprar las láminas del álbum, artículos escolares o cualquier objeto “glorificado” con la marca de los dibujos o seriales que veíamos.
Era nuestra particular versión ochentera de “Disneyficación” de la vida que ya se anunciaba en “Para Leer al Pato Donald”, sobre el cual volveremos más adelante, y que nos haría aceptar alegremente una realidad a la medida de la Guerra Fría y la industria del entretenimiento estadounidense: con jerarquías sociales, morales, ideologías y misiones colectivas.
Como si en las oficinas de la C.I.A., Kissinger y sus amigotes hubiesen diseñado un dispositivo catódico que, como argumento de novelilla Sci-Fi/conspiranoica, se nos instalaría durante esas aburridas tardes viendo basura televisiva, para recién activarse durante la adolescencia. Los años de los malls, los celulares y el curioso apelativo de “jaguares de Latinoamérica” que nuestro país se autoinventó.
Si, como dicen ciertas teorías conspiranoicas, en los sesenta les resultó tan bien en California con las drogas y el aburrido blues psicodélico, ¿por qué esta M.T.O. habría de fallar con nosotros?
Pero no quiero hablarles de la fundación de nuestro universo simbólico, ni de la televisión como constructor de sentido para mi generación.
Más bien me interesa analizar el caso más notable de intervención post-colonialista y cuya particular fue haber sido generado desde nuestro propio continente.
En Chile, antes del Golpe de Estado de 1973 y la implantación de la “Doctrina del Shock” vía teoría económica de Milton Friedman, la guerra cultural era contra la colonización ideológica de Estados Unidos, codificada en sus productos culturales masivos.
Sin embargo, en un extraño equilibrio cultural, lo estadounidense, lo europeo, latinoamericano y nacional convivían al mismo tiempo. A menos eso se ve en los registros audiovisuales de la época o cuando le pregunto a cualquier mayor de sesenta como era nuestro país antes. Si mis papás en 1970 escuchaban por la radio a los Monkees bastaba mover el dial para escuchar a Quilapayún.
Pero cuando cruzamos la barrera de 1973, nos alejamos de “lo nacional” y empezamos a abrazar fuertemente la cultura pop estadounidense. Esta última, bien puede entenderse como un desplazamiento de la colonización cultural yanqui hacia lo “adolescente”.
Nosotros fuimos los primeros en criarnos bajo su influjo total, en una época de supuesta distención de la Guerra Fría.
Dos puntos apoyan mi tesis.
1) Si volvemos a los clásicos Mass Communication Research de la teoría funcionalista, veremos que Lasswell y Lazarsfeld demuestran que el público no eran tan idiota como para influenciarse por los medios de comunicación directamente.
El problema era que a medida que se desintegran las instituciones que dan consistencia, sentido y profundidad simbólica a las interacciones sociales (Familia, Iglesia, Colegio, Estado) los medios comienzan a reemplazarlos, adquiriendo sus mensajes, mayor resonancia en el receptor y sus efectos dejaban de ser tan limitados como antes.
Es decir, si en 1986 mis padres están ausentes, no voy a la iglesia, hago dibujos de Optimus Prime en clases y mis compañeritos son unos fachos en potencia, sólo me quedan los diarios, revistas, radios, películas y televisión.
Algo que efectivamente ocurrió.
2) En el notable documental The Pervert’s Guide To Cinema (2006), Slavoj Zizek plantea que el problema no es si nuestros deseos son o no satisfechos -después de todo son una construcción, dice-. Para él, la pregunta fundamental es más bien qué desear. Lo perverso del cine -y por ende de las seriales televisivas que hablamos en un principio- sería que nos enseñan cómo desear.
Un ejemplo perfecto de este desplazamiento entre el qué desear y el cómo desear son las campañas de Axe, comparadas con los spots del desodorante Ego de los ochenta.
Por si no vieron estos últimos, se trataban sobre un pobre idiota de lentes (que evidenciaban su falta de experiencia), que tras fracasar en la vida, se aplicaba desodorante Ego y terminaba perseguido por un grupo de mujeres de estética vedette (eran los años del programa “Sabor Latino”) para terminar en un altar -evidente símbolo fálico- con la camisa abierta y rugiendo como un león.
Habían otras variaciones claro (en un hotel, en África) pero la historia era básicamente perdedor-se-aplica-desodorante-y-seduce-mujeres. Al final el tipo mira a la pantalla con cara de sabiduría y recomendaba al telespectador: “cámbiese a ego, ¡Le cambiará su vida!”.
Ego, claramento nos muestra qué desear: las mujeres, para cambiar de vida.
Axe, en cambio crea la ficción de una escuela de seducción, donde entre himnos estalinistas y ejemplos de situaciones “eróticas” educan a esos mismos jovencitos inexpertos sobre cómo enloquecer a una dama, sin cometer los errores de la adolescencia.
Si somos atentos, veremos en la campaña de Axe algo más que una resignificación divertida sobre la enseñanza de la seducción.
Axe nos enseña cómo desear el éxito con las mujeres.
El problema del Usuario de Desodorantes al que apelan ambas publicidades no es si están o no satisfechos sexualmente. Tampoco cómo enamorar o construir una vida con una mujer en particular. Es más bien, el deseo de La Mujer.
Lo que la publicidad de desodorante intentaría reflejar sería el sueño del hombre materializado en La Mujer. O más bien el sentimiento de culpa del adolescente que se masturba, materializado en el espectro femenino a seducir.
Pero mientras Ego es directo (por eso su ambiente expuesto es derechamente), Axe propone un mecanismo de conquista. Lo interesante es que ambos no se contradicen, Más bien Ego prepara y Axe activa. Ego te dice qué desear y Axe completa la operación diciéndote cómo desear.
Antes, había el deseo de La Mujer, usando desodorante. Ahora se nos enseña -mediante la escuela de seduccíón- cómo desear a La Mujer, usando desodorante. Y esta distancia irónica -el instituto, la solidaridad masculina, en contraste con la soledad de la caída de las instituciones que sufre el idiota de Ego- es la que permite reconciliarse con El Padre, limpiarse de culpas y por ende hacer que La Mujer ya no importe. Y comprar el desodorante.
Una parábola perfecta de lo que nos pasó a nosotros. Primero con el posicionamiento de la televisión como “institución” que da sentido y segundo con el proceso de la “creación” del deseo ejemplificado en las campañas de desodorantes.
Pero volvamos al verano de 1986, alrededor de las nueve de la mañana, antes de entrar al colegio.
La escena típica era así: mi papá ya había tomado su bus hacia la siderúrgica Huachipato, donde era operador de máquina; mi madre calentaba leche para el desayuno y la CNI monitoreaba el eje Talcahuano-Concepción.
Lo sé, porque me enseñaron a no mirar por la ventana a esa hora, porque en el barrio circulaban historias de balaceras y muertos inocentes. Después leería con horror como un Sebastián Acevedo se quemó frente a la Catedral por el secuestro de sus hijos. O un baleo hacia una micro frente a la hoy quemada Vega Monumental. La única alternativa de entretención era tomar el control remoto y prender el televisor Sony Trinitron que estaba en mi pieza, un privilegio de pocos, tal como tener un computador con internet en la pieza en 1998.
Por culpa del doblaje mexicano, ya había internalizado productos (mantequilla de maní), expresiones (“caracoles”) o términos (“recámara”, “estupefacientes”).
Pero también tuve que aprenderme el origen de los Estados Unidos en los clásicos capítulos dedicados al Día de Acción de Gracias como el “Charlie Brown’s Thanksgiving” (1973), donde Snoopy y Woodstock se disfrazaban de peregrinos. Siempre me preguntaba por qué estos americanos -término que también se nos impuso en los doblajes- celebraban sus fiestas patrias con fuegos artificiales.
Pero lo que más clarísimo recuerdo era El Chavo del Ocho, exhibido por Televisión Nacional y luego -tras desaparecer entre el ’87 y ’90- vuelto a transmitir por Megavisión, que junto al resto de los canales, al fin llegaría a mi ciudad.
La serie mexicana, cuyo núcleo fue producido entre 1973 y 1980, era una sitcom hecha a la medida de Latinoamérica. Se trataba básicamente de una vecindad de clase baja y sus interacciones con un huérfano que vive dentro de un barril. Un protagonista que encarnaba la “inocencia” y la “picardía” infantil y que se llamaba “del ocho” por el canal que lo transmitía en el D.F.. Luego se explicaría que ése era el número de su casa… lo que se podría interpretar más bien como el lugar donde tiene su barril fetiche.
Según Roberto Gómez Bolaños (“Chespirito” en alusión a Shakespeare), el personaje nació de un niño real, al que después de lustrarle los zapatos, tras recibir su propina se puso a bailar con los mismos ridículos espasmos que veríamos en la serie y que en cada capítulo repetiría.
Lo curioso es que esos tics, frases, sonidos de golpes y mexicanismos serían los que en gran medida sostendrían la continuidad de la serie.
Bolaños explicaba que todos ellos surgieron de ejercicios actorales: “es que no me tienen paciencia”, “ta ta ta”, “no te pego no más porque…”, “pipipipipi”, “chusma, chusma”, “acúsalo con tu mamá, Quico”.
La fascinación que provocan esta orgía de tics, se debe quizá, a que los traumas de los personajes se simplificaban en esta especie de “objetos parciales sonoros”. Como si fuesen el verdadero “yo” de los personajes y del cual ellos se intentan liberar.
Desde esta perspectiva, El Chavo no es sólo un niño pobre y llorón, es -realmente- el “pi pi pi pi pi”. Es decir, el llanto intencionalmente manipulador, que también tienen Quico y La Chilindrina, que lo lleva a sobrevivir y conseguir cosas sin más esfuerzo. Don Ramón no es un desempleado, sino más bien el “no te pego nomás porque (insertar excusa ridícula)”.
¿Y no es eso, precisamente estos “objetos sonoros parciales” el mapa de las técnicas de supervivencia de las clases bajas latinoamericanas?
Incluso Doña Florinda y Kiko, que aparentemente tienen un buen pasar, se escudan en cachetadas y pavoneos, que no son más que una copia de lo que ellos suponen son las actitudes de la clase alta. Tal como en Chile desde los ochenta la clase media utiliza la expresión “resentido” para insultar a cualquiera que cuestione los vicios de la elite empresarial. Es una forma, hasta cierto punto enternecedora, de cómo la clase media “sueña” a la clase alta, intentando aproximarse a ella mediante su defensa. Una defensa que para la clase media, es ingenuamente, una integración.
Pero más allá de los sonidos y frases como características fundamentales de El Chavo -y que se extienden a otras creaciones como El Chapulín Colorado, Los Chifladitos o Los Caquitos- lo perverso es el retrato que hacen de “lo latinoamericano”. La glorificación del sueño colonialista estadounidense, camuflada como “reflejo” de nuestra vida de barrio. No por nada, uno de los personajes “hispanos” de Los Simpsons es precisamente una versión de El Chapulín llamado “The Bumblebee Man”, es decir, “El Hombre Abejorro”.
Es como si el Chavo del Ocho encarnara, sin querer queriendo, (para usar un término “Chespiritesco”) el viejo sueño de Estados Unidos de redimirse a través de la representación infantil y de “buenos salvajes” de nuestra identidad latinoamericana. Pero en lugar de protagonizarla, son los mismos mexicanos quienes lo hacen.
El Chavo del Ocho reforzaría y glorificaría la estratificación social, la miseria y el conformismo, más idiota mediante una típica narrativa melodramática mexicana. Mucho llanto y emocionalidad. Mucha recurrencia al catolicismo. Muchos atajos y variaciones para que, al final, todo siga igual: los personajes en el mismo lugar que empezaron. Y la peor parte se la lleva el Chavo. El propio “Chespirito” -quien se hace llamar “supercomediante” en la introducción de cada capítulo- señalaría el 2008 que pensaba terminar la serie con la muerte del Chavo, tratando de salvar a un niño.
Todo esto, obviamente no lo sabía.
Yo era un niño que se reía con los golpes (o más precisamente el sonido de ellos), los mexicanismos y las tonterías que se decían los personajes. La idea de que esto fuera una apología a la desigualdad latinoamericana, ni siquiera rondaba por la mente de nadie. Los medios eran sólo para entretenerse, no para fomentar una ideología.
La Guerra Fría, aun no había terminado.
Aceptamos como normal que en los dibujos animados nadie trabaje. Incluso es más fácil encontrar referencias sexuales veladas que a alguien con problemas para cobrar un cheque. Es la vieja idea de “Para leer al Pato Donald”, donde se postula que la cultura Disney construye un mundo desprovisto de cualquier antagonismo económico. Así, la producción infantil estadounidense se invierte de la vieja idea de estructura–superestructura, en una amable representación de la sociedad post-industrial.
Y como estamos hablando de un mundo pre-Simpsons, los dibujos y seriales que consumimos precisamente eran representantes de este orden.
Por otro lado, sabemos que en América, la gran diferencia entre Norte rico y Centro-Sur pobre reside en la religión de quienes la fundaron. O más bien la religión en su aspecto más ideológico y las estructuras económicas subyacentes.
Siempre me han intrigado esas explicaciones de nuestra miseria económica. Los sociólogos, en las entrevistas, sin la presión académica de comprobarlo todo científicamente, se arriesgan a explicarnos lo que todos obvian.
En estricto sentido económico, el protestantismo y catolicismo funcionarían como motor de conquista para nuestro continente. Así, entendemos que Norteamérica fue fundada por familias que vieron en estas nuevas tierras un lugar donde asentare, poniéndose a trabajar ellos mismos. Y de paso, exterminando a los escasos indígenas que encontraron. Latinoamérica, por otro lado, fue visto por los solitarios hombres españoles como un lugar a explotar para luego regresar a Europa.
Es decir, en el Norte construían granjas para sus propias familias. En el Centrosur, en cambio les vendían vidrios de colores a los indígenas. Y ellos le entregaban todo.
Una auténtica lucha de clases: la cultura del trabajo anglosajona contra el mestizaje indígena–mediterráneo
Aunque Luis Racionero en ese extraño ensayo llamado “Del Trabajo al Ocio” (1983), postula que al ser los anglosajones un pueblo “reciente” y sin historia, a diferencia, de España, Italia o Francia, eran vulgares y exagerados como buenos bárbaros. Y esto los hizo sobrevalorar el trabajo 24/7.
Pero también es innegable que el mestizaje hispánico-indígena influyó en cierta forma fatalista de ver la vida. Una existencia enfocada -si es que podemos llamarlo “enfoque”- desde la esperanza de que el otro vendrá a ayudarme.
Al ser tan escasa la movilidad social, los habitantes de este continente prefieren confiarse en la casualidad, en el golpe de suerte. Analizar la lectura de la religión católica-hispánica, basándose en el hit “Óyelo, Escúchalo” es tentador, porque es más bien la visión de un cristianismo ideológico-sentimental, que se utiliza para apaciguar los ánimos entre los personajes, mientras la estructura de poder en ellos seguirá tal cual.
Y esa es precisamente la realidad que El Chavo del Ocho refleja y glorifica.
Digámoslo: El Chavo del Ocho es un relato que beatifica la inmovilidad social latinoamericana. Don Ramón, Doña Florinda, El Profesor Jirafales, Quico y todos los demás, son alegres arquetipos funcionales a la forma en que las elites miran hacia abajo.
Incluso los dos personajes que vienen desde afuera, el “Señor” Barriga y el “Maestro” Jirafales, a pesar del pequeño título de nobleza que antecede a sus nombres, son rápidamente integrados al carnaval de violencia y degradación de la serie.
Como en Pleasantville , viajamos hacia este mundo paralelo que es la proyección de nuestra propia estructura social. En este punto los personajes del Chavo del Ocho dejan de ser personajes y se vuelven amargos símbolos de nuestra situación.
Don Ramón es víctima del desempleo y más aun, de una falta de iniciativa alarmante.
La Bruja del 71 es una mujer incapaz de amar. No es un accidente que ambos se quieran y a la vez repelan.
El maestro Jirafales es un amanijo de tics, generados quizá por ser funcional en las políticas educativas destinadas a volver a los alumnos en empleados/salchichas tal como la película The Wall.
Doña Florinda se enamora de él, porque ve la materialización de su proyecto aspiracional. Ella quiere subir de categoría social, pero consciente de su incapacidad laboral cree que lo logrará sosteniéndose en el profesor.
Es decir, quiere integrarse de cualquier forma a esta mecánica de la explotación.
Quico y la Chilindrina son entes manipuladores. El primero con un nudo edípico hacia su madre está preso de su clasismo. La segunda, es la electra que se libera manipulando emocionalmente a su fracasado padre.
Ya hemos hablado del Chavo, pero podemos agregar que no hay capítulo donde pueda redimirse. Incluso cuando es acusado de ratero y es perdonado por la vecindad, seguirá durmiendo en el miserable barril. Un microouniverso miserable, donde no hay nada.
Navegando por internet me he encontrado con un “artículo crítico” hacia El Chavo del Ocho. Sin embargo, se centra en su carácter de niño pobre maltratado.
El filósofo y escritor mexicano Fernando Buen Abad Dominguez señala:
“Y en México –y toda América Latina- tenemos en la televisión un personaje que se llama el Chavo del Ocho, que es un niño de la calle que vive en un barril (que no es un barril de petróleo precisamente), y ese barril lo tiene puesto en una vecindad. Esa vecindad es un núcleo social en el cual hay relaciones sociales entre los distintos personajes. Y el Chavo vive ahí. El Chavo come casi únicamente tortas de jamón (pan con jamón adentro). El Chavo -llueva, truene o relampaguee, haga frío o haga calor- tiene como única ropa la que lleva puesta y el Chavo es el receptor, el receptáculo, de una pirámide invertida de violencia permanente que descansa sobre él: todos le pegan, todos lo insultan, todos lo ningunean y el Chavo siempre acaba llorando. Eso es lo que pasa en las aventuras del Chavo del Ocho.
Y resulta que en México –y en muchos otros lugares- nos enseñaron que eso es divertido, que eso nos entretiene y nos reímos y decimos: ¡Ay, qué tierno!
En suma, se trata un ejercicio de crueldad colectiva, de abandono colectivo funcional en el cual ese niño de la calle -que no tiene ni amparo ni protección ni acompañamiento ni solidaridad básica- ése, por ser golpeado y porque chilla, nos entretiene, nos divierte. ¡Debería darnos vergüenza!”.
Más adelante, el autor dice algo que se emparenta con este ensayo:
“Necesitamos ser muy claros acerca de cómo las operaciones ideológicas, las matrices ideológicas y el manipuleo ideológico de empresas como Televisa producen engendros como éste y nosotros no podemos permanecer callados ni acríticos”.
Sin embargo, El Chavo es precisamente parte del problema. Aunque intente, astutamente aparentar pasar de largo en la vida, en la misma línea de la pasividad casi zen de Forrest Gump. Aunque sea reinvidicado al final de cada capítulo. Aunque siempre “se salve”.
Roberto Gomez Bolaños, asegura que está inspirado en un niño real que al recibir su propina -supongo que elevada- se puso a saltar de la misma manera que el actor lo hace al principio de cada capítulo. Este punto es interesante: el espasmo característico del personaje nace de la lástima. O la caridad de la interpretación del cristianismo que hace el catolicismo hispano. Un salto que funciona como objeto parcial de la pobreza. La alegría de recibir una ayuda, en vez de utilizar esa misma energía para avanzar por sí mismo.
Pero no, El Chavo está poseído por los tics que siempre lo llevan a terminar los capítulos escondiéndose en su tarro, un patético microouniverso, donde -como una mala versión de Ray Davies (el observador pop por excelencia) ve los personajes fuera del marco, al mismo tiempo que intenta entrar en sintonía con los niños espectadores.
Dudo que alguien se haya sentido realmente identificado con El Chavo del Ocho. Su inmovilidad choca con Quico, quien efectivamente encarna los rasgos más activos de la niñez: el egoísmo, el deseo de poseer, el poder.
Quico es el capitalismo, alentado por su madre aspiracional que se enfrenta a la pasividad de quien no tiene nada que defender (Chavo y Don Ramón)
Por supuesto ambos son simples marionetas. Espectros de las fuerzas económicas -no quiero abandonar la perspectiva marxista aun- que pueblan esta fantasmal interpretación de la América Latina cuando las revoluciones fracasaron.
Podemos incluso extendernos en los sonidos que emiten los personajes. Onomatopeyas que los personajes sacaron de su niñez mediante ejercicios actorales. Disparos que se vuelven contra ellos, que los atormentan, que los aprisionan. El ruido de una revolución -México país revolucionario por excelencia- que nunca fue.
Hay quienes interpretan -erróneamente a mi juicio- la serie como la encarnación de la “Teología de la Liberación”. Al revés: yo pienso que es el testimonio de cómo Latinoamérica eterniza su visión de sí misma a través de lo que el resto (el Imperio) quiere que sea
Roberto Gómez Bolaños publicó “El Diario del Chavo del Ocho” usando el viejo -y agotador- recurso del tipo que se encuentra un cuaderno abandonado. En un estilo que sólo podríamos calificar como dudoso (Shakespeare latino… ¡seguro!) nos cuenta la historia triste, pobre, asombrosa del protagonista de la serie. Un melodrama donde el Chavo se escapa del orfelinato, es maltratado, le pegan y finalmente, como el mismo Bolaños dice, moriría en un accidente (aunque terminó convirtiéndose en un final alternativo inédito).
Frases como “Por eso me metí al mercado, donde había muchisisísimas cosas de comer. Lo malo era que yo no tenía dinero para comprarlas. Entonces pensé en robarme algo, pero recordé que era pecado robarse las cosas; sobre todo (sic) cuando el dueño es otro. Por eso lo que hice fue pedir que me regalaran algo, y una señora me regaló dos zanahorias. Pero lo mejor fue al día siguiente, pues un señor me regalò una torta de jamón. ¡No puede haber nada más bueno en esta vida!”
¿No es acaso esta actitud pasiva y manipuladora una especie de dispositivo de cómo debe comportarse un perfecto idiota latinoamericano? ¿No es esta espera de “beneficiencia” una desviación perversa del caritas cristiano? ¿No es esta moralidad boba como espera el poder que nos comportemos?
El libro es una extensión y profundización terrorífica sobre cómo se construye un personaje/ícono televisivo. Un cúmulo de chistes tontos (“La gente dice que en esta ciudad ya no se puede respirar porque el aire está muy condimentado”) o autocompasión cliché (“Porque yo estaba tan feo que cuando jugábamos a las escondidillas los demás niños preferían perder antes que encontrarme”).
Pero lo peor es como el autor trata de “corregir” ciertos aspectos con tal de hacer más “humano” al personaje. Como decir que en verdad no vive en un barril, sino en la casa de una señora que se murió.
“Porque no es cierto eso de que yo vivo dentro de un barril, como han dicho algunos. Lo que pasa es que yo me meto al barril cuando no quiero que los demás se den cuenta que estoy llorando. Y también cuando no tengo ganas de ver a los demás. O cuando tengo muchas cosas en qué pensar. De todas maneras la gente ya se había acostumbrado a llamarme El Chavo del Ocho, y así es como me siguen llamando todos”.
Esa es la naturaleza del ícono de la televisión ochentera. Un personaje que ha marcado un hito de audiencia y que en Brasil el 2003 incluso movilizó a los televidentes para que no sacaran del aire sus repeticiones.
Y, oculto, tras la corrección política, las menciones a Jesucristo, la exaltación de la solidaridad o el perdón al Chavo tras ser utilizado -junto a Don Ramón- una y otra vez como chivo expiatorio, se esconde una lógica o incluso una orden mucho más fuerte: ¡eternicemos la vecindad!
Porque el microuniverso donde transitan los personajes es la Latinoamérica pre-caída de los proyectos izquierdistas. Un grupo donde el poder real estaba tras las sombras -Señor Barriga era un simple emisario, que a pesar de ser castigado con un pelotazo o un insulto seguía manteniendo su poderío simbólico- y sus personajes eran unos pobres fantasmas alterados por los sonidos convertidos en objetos parciales de lo peor del trauma indígena/colonial.
Un universo aspiracional, inmóvil, enfermo, donde Don Ramón es feliz sin trabajo, Quico abusa de tener una torta de jamón, Chilindrina llora, Jirafales enloquece, la Bruja del 71 es un misterio maligno y el Chavo manipula con la lástima.
¿Es esto una reproducción de la vida latinoamericana digna de enaltecer?
Más bien es la obscena pesadilla real, soñada por los conquistadores.
*Este ejercicio de análisis transcultural lo escribí en 2009 y ha tenido múltiples ediciones. Aunque ha sido publicado íntegro en la revista El Canto de Ahuehuete de Juárez y la web chilena MQLTV, nunca me ha dejado muy conforme en cuanto a su resultado final. Pero me parece interesante rescatarlo acá para seguir siendo editado hasta tener una versión final.